Parece que en el Congreso se ha desatado una competencia para determinar cuál de sus miembros salta a la fama con algún proyecto descabellado.
En las últimas semanas se han conocido iniciativas o proyectos individuales realmente asombrosos, tanto por su inviabilidad como por las lesivas consecuencias que pueden tener, por ejemplo, en desmedro de libertades o prerrogativas ciudadanas ya vigentes.
Ahora la última “prenda” de ese conjunto de disparates es la propuesta para aprobar una ley que establezca que todo aquel extranjero que se bañe en una playa tiene que pagar 35 pesos, mientras que si es dominicano sólo pagaría RD$17.50, fondos que nutrirían a los ayuntamientos.
No se explica cómo se cobrará ese derecho al acceso a una playa pública que la ley garantiza a los ciudadanos y pronto la Constitución lo consagrará entre sus cánones.
Pero no es necesario discernir sobre las complicaciones y la imposibilidad de imponer semejante impuesto, porque de entrada ni siquiera la intención misma del legislador ha de considerarse seria o merecedora de un análisis de profundidad.
Sencillamente hay que descartar de plano semejante arbitrariedad y exhortar a los legisladores a que sean más comedidos y serenos a la hora de ejercer su legítimo derecho a proponer leyes, en la convicción de que los gobernados, que somos todos, aún gozamos de cierto privilegio para mantenernos cuerdos y racionales y al mismo tiempo reluctantes frente a cualquier desatino en que pretendan incurrir los poderes públicos.
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