La casilla de salida era el mismo infierno. Y sin embargo, Liz Murray consiguió ganarle el juego a la vida con las peores cartas posibles.
Su camino fue una cuesta arriba desde el minuto cero. Nació sin padres, y desde muy pronto tuvo que encargarse de los dos niños grandes que la habían concebido.
Hippies a los que se les fue la mano con la droga en los años 70 y que al comienzo de la década siguiente eran adictos terminales.
Las cosas siempre pueden empeorar y a Murray se le torcieron del todo. Dejó de ir al colegio y tuvo que impprovisar conocimientos de enfermería. Tenía 15 años y su madre, sida.
Entre los vómitos y el síndrome de abstinencia, logró, sin embargo, meterle a su hija un mantra en la cabeza. Algo así como “ya vendrán tiempos mejores”.
No para ella, que murió enseguida y fue enterrada en una caja de madera. Y para su hija aún tardarían años.
Incapaz de afrontar el alquiler, su padre se trasladó a un refugio para los sin techo, mientras su hermana se agenciaba una plaza en el sofá de un amigo. Liz tuvo peor suerte y se quedó en la calle.
Y entonces, con 17 años, decidió que había llegado la hora de que llegaran aquellos escurridizos “tiempos mejores” que anunciaba su madre. Y se puso a estudiar. Completó el instituto en sólo dos años, gracias a unas clases nocturnas y al ángel de la guarda que se las daba.
El mismo que la llevó a Harvard de visita junto a otros estudiantes.
Ante aquel edificio, Murray tuvo claro que quería traspasar el umbral de un mundo que suele reservarse el derecho de admisión.
Se enteró de que el New York Times daba becas a los buenos estudiantes.
Consiguió una. Se graduó en Harvard. Conoció a Clinton... Ahora recorre el mundo contando su historia a jóvenes que también lo tienen crudo.









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